13/7/17

Καλυμνου


Aquel era un mundo de escaladores. Μυρτιές (Myrties) una pequeña aldea de Καλυμνου (Kalymnos) frente a la isla de Telendos estaba encajada entre un mar azul intenso, con pinceladas aguamarina en las zonas someras, y los precipicios de roca caliza donde se escriben poemas en la roca. Un cuaderno sin reglas para escribir un código minúsculo. Canciones, poemas, que nos planteaban difíciles coreografías, bailes que elevaban el cuerpo con el gesto justo, el equilibrio perfecto, el movimiento preciso.

Unos días antes, procedentes de Madrid (vía Düseldorf), habíamos aterrizado en la Isla de Kos, luego habíamos cogido un taxi al puerto de Mastichari, un ferry hasta Pothia y otro taxi hasta Myrties para derrumbarnos en Sunset Apartments.

Nuestro tiempo discurría entre los madrugones y las siestas. A las seis desayunábamos para luego acudir diligentes a la cita con la roca. El sol y el calor imponían sus leyes con dureza. El tiempo y las energías se agotaban a media mañana o algo después; eso dependía de nuestra habilidad para elegir el área adecuada a las circunstancias climáticas. Las cabras nos acompañaban siempre. El sonido de las chicharras, cuya intensidad era el termómetro que la naturaleza nos ofrecía de forma gratuita, y las cabras. A veces las cabras eran descaradas.

Luego huíamos al mar. La sombra de los tamarindos y el agua fresca y nítida acotaban esa etapa. A veces comíamos y otras veces merendábamos. Una disyuntiva interesante. Los restaurantes eran azules y blancos como los manteles y como las casas. A veces ordenábamos ensaladas con queso feta o calamares a la plancha o cabra guisada o dolmades o pescado a la parrilla. Pedíamos cerveza Mithos o Fixe, pero siempre en generosas botellas de medio litro. La influencia germánica.

Más tarde o más temprano nos refugiábamos en Sunset Apartments y poníamos el aire acondicionado. Entonces dormitábamos, leíamos o estudiábamos, mirábamos los whatsApps o hacíamos una mélange de todo ello. Luego nos aburríamos y hablábamos. Generalmente no decíamos nada significativo. Era una como otra coreografía, esta vez con palabras y frases.




Un día vino una ola de calor. Al calor habitual se le sumo el de la ola. No escalar al día siguiente era una respuesta posible. Sustituir la escalada por el turismo. En el mapa había marcadas algunas cuevas. Mire que se contaba en internet sobre las cuevas de Kalymnos. No era nada despreciable. Escogimos el plan de conocer algunas de ellas.

Primero fuimos a la de Skalia. Diez minutos tardamos en llegar desde el coche. Justo encima estaba el sector de escalada llamado Cave. La puerta estaba trabada con un cordino. Luego venía una escalera vertical de hierro. Eugenia se negó a entrar, sencillamente miedo, y Amelia puso la excusa de que había olvidado las gafas en el coche y que sin ellas no vería bien. Entramos Marisa y yo. Luego había otra escalera y una rampa. Se desembocaba en una gran sala bien decorada. El diámetro máximo superaba los 50 metros. Fuimos visitando los rincones y por el camino realizamos una foto pintada al paisaje. Hice tomas para montar a Marisa por capas. Cuando salimos hacía más calor aún.

Luego fuimos a Vathy/Rína por la carretera que atraviesa las montañas. En el fiordo de Rína preguntamos por barcas para ir a las cuevas costeras. No las había. Nos bañamos varias veces. De vez en cuando llegaban hermosas goletas cargadas de turistas en bañador -o ligeros bikinis- sobre la cubierta. Los rayos solares caían sin piedad. Entramos en un restaurante con terraza y probamos todos los aperitivos griegos que había en la carta. Los acompañamos con cervezas. Tomamos café y té para espabilarnos. Un velero atracado en el muelle exhibía las banderas catalana y griega. Les recriminé que no ostentase también la bandera española.

Ya por la tarde cogimos la carretera costera, atravesamos Pothia y tomamos la desviación a Vothyni. Por el camino paramos en un antiguo castillo y en dos monasterios. Luego tomamos el sendero que va a la ermita de San Andrés frente al islote de Nera.

La cueva de Kefalas estaba cerrada con una puerta de hierro. Por un lateral una gatera nos permitió entrar. Eugenia y Amelia no quisieron meterse. Nos esperaron en la puerta. Dejamos el dinero de los tickets sobre el motor generador de electricidad y continuamos por la senda turística. La cueva era pequeña pero con encanto. La única característica que destacaba era el gran enjambre de estalactitas cónicas, de un palmo más o menos, que llenaban por completo el techo de la sala principal. No se parecía a ninguna otra población de estalactitas que yo haya visitado. Algunas desviaciones me entretuvieron un rato.

Cuando salimos atardecía. Estábamos cansados de circular todo el día y volvimos a Myrties. Por el camino vimos una pescadería en Pothia. Yo pensaba que podía ser una buena idea comprar algo de pescado y cocinarlo en Sunset Apartments. Pero las chicas no estuvieron de acuerdo. Así eran las cosas.




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